De Conga a Apumayo
En 2011, el estallido del conflicto en torno al proyecto minero Conga en Cajamarca fue uno de los primeros retos que enfrentó el entonces presidente Ollanta Humala. La crisis se desbordó, cayó el primer gabinete del nuevo gobierno y el proyecto se entrampó. Pero lo más importante y trágico es que este conflicto y los otros que le siguieron dejaron a su paso varios muertos y heridos.
Una década después, el Perú continúa dividido por la actividad minera. La reciente controversia en torno al cierre de las minas Apumayo, Breapampa, Inmaculada y Pallancata en Ayacucho es el capítulo más reciente en una historia que incluye a Tía María, Las Bambas y varios otros proyectos a lo largo de los últimos diez años (y cinco presidentes). Y aunque el cierre de cada una de las minas en cuestión debe definirse en línea con procedimientos que ya existen para dicho fin, queda claro que los conflictos mineros han puesto otra vez en evidencia nuestro subdesarrollo, tanto económico como político.
Los conflictos reflejan nuestro subdesarrollo económico porque el impacto de menor actividad minera crece en ausencia de otros motores que empujen el crecimiento del país. Guste o no, la minería juega hoy un rol central y su disrupción afecta fuertemente a la actividad económica. Al mismo tiempo, el sector también es una fuente de volatilidad y su contribución (tanto en divisas como recaudación) varía bastante en función de los precios internacionales.
Todo esto hace de la diversificación productiva una política clave, no porque vaya a reemplazar a la minería, sino porque permite complementarla y reducir nuestra dependencia. Esto es importante porque la alta concentración en el sector ‘sube la apuesta’ en torno a los conflictos mineros. Un Perú poco diversificado no sólo carece de la ‘semilla del desarrollo sostenible’ (Ghezzi y Gallardo, 2013), sino que tampoco puede interrumpir las actividades mineras sin incurrir costos grandes en términos de crecimiento.
La conflictividad minera también es evidencia de subdesarrollo político porque desnuda la falta de capacidades de nuestro Estado. Mientras actores de derecha e izquierda enfatizan cada uno la importancia del estado de derecho (‘reglas claras’) y la legitimidad popular (‘licencia social’), una limitación clave involucra al propio aparato público. Pese a valiosos esfuerzos para mejorar el monitoreo de conflictos, el Estado continúa llegando tarde, adelantando opinión o dejando de hacer seguimiento posterior. Todo esto afecta su capacidad para infundir confianza, sobre todo tras un pasado de ausencia y permisividad frente a malas prácticas.
La minería responsable requiere un Estado competente. Se ha perdido mucho tiempo discutiendo el tamaño del Estado cuando el problema central son sus capacidades. Iniciativas postergadas como la reforma del servicio civil son fundamentales porque profesionalizan a una burocracia que, entre otras cosas, debe monitorear y mediar en conflictos—un ejemplo del sector público creando condiciones para que la actividad privada pueda desarrollarse que va más allá de los casos típicos de salud, educación y seguridad.
La sucesión casi sin respiro de conflictos mineros no debería ser sorpresa en un país con una economía poco diversificada y un Estado con capacidades insuficientes. Nuestras limitaciones productivas incrementan su importancia mientras que nuestra precariedad institucional los hace más difíciles de resolver. Este combo nocivo estaba presente en Cajamarca en 2011 y lo sigue estando en Ayacucho en 2021. Resolverlo requerirá tiempo y también responsabilidad de nuestra clase política (un bien escaso), pero resulta impostergable. De Conga a Apumayo, la agenda pendiente—diversificación productiva, mejora del servicio civil, entre otras—es más urgente que nunca.
Original publicado en Gestión.