diciembre 23, 2024

Epidemias en el Perú y la respuesta del Gobierno

Imagen: Caretas.

Luego de más de tres meses desde que el Gobierno decretó el estado de emergencia y la cuarentena obligatoria, el saldo negativo que genera la pandemia del coronavirus en el bienestar de la población peruana —en términos de contagiados, fallecidos, pérdidas de empleo y familias en pobreza— es terrible. Tan solo en el aspecto económico, el Banco Mundial y el Banco Central de Reserva proyectan una caída de alrededor de 12% en el PBI de este año, aunque otras entidades estiman que la contracción sería de más del 16% este 2020[1]. No hay duda de que estamos atravesando una de las peores crisis en nuestro país: de cumplirse las proyecciones sería la peor caída en 100 años. Sin embargo, ¿es la primera vez que nos pasa algo de esta naturaleza? Si no es así, ¿hicimos lo suficiente para hacer frente a las crisis pasadas? Finalmente, ¿aprendimos algo?

A pesar de que el COVID-19 está causando una crisis sin precedentes en nuestro país, no es la primera vez que el Perú enfrenta una emergencia sanitaria con repercusiones sobre la economía. A lo largo del Siglo XX epidemias como las de la peste bubónica, la fiebre amarilla y el cólera han estado asociadas con caídas importantes en el bienestar económico de la población peruana. Por ejemplo, entre 1906 y 1915, años en los que la peste bubónica cobró su mayor número de víctimas —alrededor de 8 mil fallecidos, equivalente al 1% de la población urbana de 1915[2]—, el PBI per cápita en términos reales pasó de crecer más del 5% a caer a niveles de 0.2% hacia el final de aquella epidemia.

Para el periodo en el que la fiebre amarilla (1919-1922) se hizo presente, el PBI per cápita tuvo un crecimiento promedio muy cercano al 0%, lo que significó un retroceso de entre 2 y 3 pp con respecto a la tendencia desde inicios de siglo. El caso del cólera en 1991, en cambio, es un poco distinto ya que, aunque ese año el ingreso promedio no registró avance (0%), esto de todas formas marcó una mejora tras caídas de 14.1% y 3.7% en 1989 y 1990, respectivamente (ver Gráfico 01).

La coincidencia histórica de estas tres epidemias con periodos de convulsión política y económica, sumada a la ausencia de cuentas nacionales completas antes de 1950 (para los dos primeros casos), hace difícil identificar el impacto directo de las mismas. La peste bubónica tuvo lugar hacia el final del periodo de reconstrucción nacional que siguió a La Guerra del Pacífico, mientras que la fiebre amarilla golpeó durante la primera parte del Oncenio de Leguía (que se originó mediante golpe de estado en 1919). En el caso del cólera (1991), este azotó al Perú casi inmediatamente después de haber atravesado “la década pérdida” y la crisis hiperinflacionaria del primer gobierno del presidente García (1985-1990).

Que las epidemias en el Perú se presentaran por lo general en épocas tumultuosas en materia económica, política y/o social no debería sorprender: Dichas condiciones han sido la norma antes que la excepción de nuestra vida republicana. No obstante, lo que cabe destacar aquí, más que impactos directos, es que nuestras crisis periódicas no hicieron más que profundizar los efectos negativos de las epidemias en las ya precarias condiciones de vida de las familias peruanas. En contraste, esta vez, el COVID-19 nos golpea en un momento en el que contamos con una importante fortaleza fiscal heredada de las últimas gestiones, de lejos la mayor de nuestra historia. Incluso si el contexto inmediatamente anterior al de la epidemia era uno de lento crecimiento económico (el PBI avanzó sólo 2.2% en 2019), el Perú enfrenta la actual emergencia con mayores recursos que en episodios anteriores.

La respuesta del Estado

Según el historiador peruano Marcos Cueto[3], a través de la historia los gobiernos del Perú tomaron medidas de urgencia luego de que las epidemias ya habían explotado, y no al inicio cuando se tuvieron los primeros brotes. Asimismo, casi inmediatamente después de haber —de alguna manera— superado el episodio, la salud de los peruanos pasaba a segundo plano, lo cual se reflejaba en una disminución significativa del gasto en salud en términos de su participación en el gasto—incluso llegando a niveles más bajos que los previos a la enfermedad (ver Gráfico 02).

Ejemplo de lo anterior fue la creación de la Dirección de Salubridad Pública en el año 1903, la cual fue adscrita al Ministerio de Fomento Público con el propósito de hacer frente a la aparición de la peste bubónica. Dicho ente ayudó a cubrir de manera parcial las ineficiencias producto de la ausencia de un sistema sanitario a nivel nacional y a generar capacidades de atención que a esa fecha difícilmente tenían las municipalidades y las sociedades de beneficencia. Otras medidas que se tomaron fueron la creación de estaciones sanitarias en los puertos, campañas de desinfección y disposiciones sanitarias que se aplicaban, por ejemplo, a medios de transporte como los ferrocarriles. Luego de eso, el Estado no volvió a tomar medidas significativas de sanidad pública hasta 1920, entrada ya la fiebre amarilla en escena.

En cuanto a la fiebre amarilla, dicha epidemia empezó en 1919 bajo el gobierno de Augusto B. Leguía, quien contó con la ayuda de la Fundación Rockefeller para hacerle frente. Las primeras medidas que se tomaron al norte del país —que es por dónde se identificó que entró la enfermedad— consistieron en medidas como la fumigación, exámenes de las fuentes de agua, una cuarentena departamental para evitar que las personas huyan por el sur de Piura y prohibición de reuniones pasadas las 6 p.m. para evitar la propagación de la enfermedad. Estás acciones, que fueron rechazadas por un sector de especialistas médicos de la época, en su mayoría resultaron inefectivas debido a la oposición de comerciantes y artesanos a la cuarentena y a las quejas de los pobladores por las medidas de fumigación.

En cuanto al brote de cólera hace 30 años, la respuesta inicial fue liderada por el Ministerio de Salud, al cual le fue asignada una partida presupuestal importante. No obstante, poco después de esta medida, argumentando un sobredimensionamiento del problema desde otros sectores del Gobierno, se dejó de transferir presupuesto al Sector salud, a pesar de la generalizada falta de saneamiento y el colapso de los servicios de ese sector. El principal legado de este episodio, en palabras de Cueto, fue que se consolidó la idea de que “la salud pública se considerara como un asunto individual y familiar, no como una competencia del Estado”. Un punto importante que cabe recalcar es que la cooperación internacional de la época recomendó invertir de manera significativa en agua y desagüe por los siguientes diez años para facilitar la higiene de la población y así evitar el avance de la enfermedad. Sin embargo, esto no se hizo y el cólera pasó a la categoría de endemia en los siguientes dos años.

Lecciones del pasado

El Perú está enfrentando una crisis generada por una epidemia a gran escala, haciendo al sector Salud, una vez más, la pieza central en su lucha. En lo que va del año, se han destinado más de 3 mil millones de soles de todos los peruanos al sector, equivalente a más del 100% del promedio de los tres últimos años. De ese monto, más de un tercio ha sido transferido para atender exclusivamente la emergencia en la que nos encontramos.[4] sin embargo, sólo se ha ejecutado algo más del 20%. Si bien la frase “toda crisis representa una oportunidad” es un cliché en estos días, el Perú ha tenido varias crisis en el sector Salud como para dejar que esta se vuelva otra oportunidad perdida.

La relativa mejor posición al enfrentar el COVID-19 en comparación con epidemias en el pasado, no debería pasar por un nuevo “apagón de incendios”, sino llevarnos a tener una respuesta estructurada hacia reformas reales en los sectores sociales, especialmente Salud. Decir que las precarias condiciones de este sistema son consecuencia de lo bien o mal formulada de nuestra Constitución o del modelo económico que seguimos, sería una afirmación ociosa y sin mayor nivel de reflexión. Las condiciones en las que nos encontramos son producto de una suma acumulada de parches y soluciones a medias tintas a lo largo de nuestros casi 200 años de vida republicana, de las cuales todos tenemos algún grado de responsabilidad.

En ese sentido, son necesarios cambios profundos y duraderos dentro del sistema de salud, pasando por la inversión en infraestructura y equipamiento, hasta llegar a la mejora de la atención que prestan los profesionales de la salud, el cual debe estar enfocado en el servicio y cuidado integral de la persona. Dicho servicio no solo debe darse cuidando la salud física del paciente, sino su salud emocional y todo esto dentro de su contexto social. Queda en manos de los profesionales que trabajan por la salud en el Perú usar de la mejor manera los recursos que años de disciplina fiscal han producido. Y que lo hagan no solamente ahora, sino también, al haber superado esta crisis.

[1] http://focoeconomico.org/2020/05/08/peru-estimando-el-impacto-macroeconomico-de-covid-19/

[2] Seminario (2016). “El desarrollo de la economía peruana en la era moderna”. Universidad del Pacífico.

[3] Cueto, M. (1997). “El regreso de las epidemias: Salud, sociedad, en el Perú del siglo XX”. IEP.

[4] Presupuesto destinado al Sector Salud dentro del Gobierno Nacional.