La minería y el desarrollo territorial
Imagen: Gestión.
El próximo año entrará en producción Quellaveco, una de las mayores minas de cobre del Perú. Es una excelente noticia. La mala es que no hay otros grandes proyectos mineros en ejecución ni se ha descubierto ningún yacimiento importante en los últimos años.
Una explicación frecuente para la caída en la inversión minera es el aumento de la “tramitomanía”, representada por el creciente número de normas. Pero el problema más importante de las normas no es su número. Es esperable que haya más normas debido al mayor número de estándares internacionales (ambientales, sociales, etc.). Además, muchas normas reemplazan a otras ya existentes.
El problema es su irracionalidad. Cumplir los estándares es imprescindible. Pero cuando las normas no los reflejan, y son incompletas y distorsionantes, desalientan la inversión privada. El vehículo natural para mejorarlas es la Mesa Ejecutiva Minero Energética, la cual, por falta de liderazgo para tomar decisiones al nivel más alto del Gobierno, ha perdido su buen ritmo del primer semestre de 2020.
Pero muchos de los problemas de la minería ocurren incluso cuando se cumplen los procedimientos formales. Para operar, se requiere también la legitimidad social. La conflictividad ha aumentado tanto que ha pasado del área de responsabilidad social de las mineras a ser una actividad principal, al poner en riesgo la sostenibilidad del negocio. Desde su puesta en marcha, en 2016, Las Bambas ha parado 350 días, la mayoría por conflictos sociales.
Obtener dicha legitimidad no atañe solo a las mineras. El Estado debe liderar una apuesta por la minería, para que sea una impulsora decisiva del desarrollo en los territorios donde opera. Las necesidades insatisfechas están presentes en todo el país, pero el contraste con la riqueza generada es más dramático en las zonas de influencia minera. Si la población no ve una mejora significativa en su calidad de vida, protestará (o será fácilmente manipulada por extremistas). Para evitarlo, debe trabajarse en dos brechas: la social y la productiva.
Cerrar la brecha social implica proveer bienes y servicios públicos que mejoren la vida de la población. Esto requerirá que el Estado sea proactivo. No que ingrese solo para amenguar un conflicto social, como ocurre ahora. Debe entrar articuladamente, no con intervenciones aisladas. Y no bastará con transferir recursos a los Gobiernos subnacionales: debe acompañar el diseño e implementación.
Se debería crear un Proyecto Especial de Inversión Pública (PEIP) con herramientas especiales para la implementación. Y priorizar las zonas con mayor inversión minera y mayores necesidades básicas insatisfechas. Como se requerirá la intervención simultánea de varias entidades públicas, se debe fortalecer la dimensión multisectorial del PEIP. Y debe depender del MEF o la PCM, que están por encima de los ministerios.
Cerrar la brecha productiva se puede medir en la generación de buenos empleos. Parte se dará en la cadena de valor minera. Pero la minería moderna es poco intensiva en mano de obra. Por ejemplo, Quellaveco emplea ahora, en etapa de construcción, a 16.000 personas. Cuando entre en operación, empleará (directa e indirectamente) a 3.000 personas.
Una manera de incentivar el empleo ––y en la que ya trabajan las mineras–– es ayudar a que empresas locales obtengan los estándares requeridos para ser proveedores en segmentos menos sofisticados de la cadena minera. (Remplazar a proveedores internacionales en los segmentos más sofisticados es difícil y de larga maduración). (Ver ¿Cómo podemos sofisticarnos?)
Pero no será suficiente. Debe complementarse con diversificación productiva territorial. La minería es la más interesada en que se desarrollen otras cadenas de valor en su área de influencia. Para generar más empleo que no dependa de la minería.
Las mineras ya dedican recursos y esfuerzos con este fin, pero carecen de socios clave. Algo parecido ocurre con los programas públicos. Por ejemplo, los programas de apoyo típico a pequeños agricultores suenan bien: promueven asociatividad, proveen semillas certificadas, asignan fondos no reembolsables, etc. Pero tienen inconvenientes. Primero, tienen problemas de diseño e implementación. Segundo, los esfuerzos públicos y privados son aislados y dispersos. Tercero, muchos apuntan a paliar conflictos, no a desarrollar potencialidades.
Una diversificación productiva territorial exitosa requiere hacer más y de manera distinta. Se precisa de un espacio de articulación subnacional por cadena de valor, que incluya a los actores relevantes (Gobiernos subnacionales, entidades públicas nacionales, empresas mineras, pequeños productores, etc.) y a un coordinador. El objetivo debe ser identificar los problemas más acuciantes e implementar soluciones. Ello necesitará alinear las intervenciones de múltiples actores, públicos y privados.
La probabilidad de éxito aumentará si se atrae a potenciales compradoras que sean las tractoras en la cadena de valor. Estas tienen un conocimiento de las demandas internacionales, de las mejores tecnologías, etc. que ni las mineras ni el Estado ni los pequeños productores poseen. Imponen disciplina al plan de negocios. Obviamente, cuando no existan dichas tractoras hay que usar estrategias distintas (Ver Políticas de desarrollo productivo para la transición a la formalidad en la economía rural de América Latina y el Caribe).
Este modelo de diversificación productiva territorial no debe limitarse a zonas de influencia minera. Pero, por su importancia macroeconómica, tiene sentido priorizar dichas zonas. Parte del financiamiento debe venir de los recursos de la minería. El éxito dependerá de convertirlos en desarrollo territorial.