La paradoja mexicana
Pocas economías plantean una paradoja tan grande como la de México. Tras surgir de una serie de crisis macroeconómicas a mediados de los años 1990, México sobrellevó reformas audaces que deberían haber encaminado al país hacia un rápido crecimiento económico. Adoptó una prudencia macroeconómica, liberalizó sus políticas económicas, firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), invirtió en educación e implementó políticas innovadoras para combatir la pobreza.
En muchos sentidos, estas reformas rindieron sus frutos. Se alcanzó una estabilidad económica, la inversión doméstica aumentó dos puntos porcentuales del PIB y el logro educativo promedio creció casi tres años. Quizá los beneficios más visibles se puedan ver en el frente externo. Las exportaciones se dispararon del 5% al 30% del PIB y el porcentaje del PIB que corresponde a la inversión extranjera directa en el país se triplicó.
Sin embargo, donde realmente cuenta -que es en el crecimiento económico y de la productividad en general-, la historia es de una desilusión sustancial. Desde 1996, el crecimiento económico per capita ha registrado un promedio muy por debajo del 1,5% y la productividad total de los factores se ha estancado o ha declinado.
Si alguna vez existió un país destinado a ser el paradigma de la nueva ortodoxia en materia de desarrollo económico, ése era México. Por el contrario, el país quedó rezagado detrás de sus pares latinoamericanos. ¿Por qué?
Gran parte de la respuesta tiene que ver con el dualismo extremo de la economía mexicana -un problema que se ha dado en llamar los “dos Méxicos”-. El grueso de los trabajadores mexicanos sigue estando empleado en empresas “informales” -especialmente firmas en las que los empleados no son trabajadores asalariados-, donde la productividad es una fracción del nivel que tienen las firmas grandes y modernas que están integradas en la economía mundial.
Lo que sorprende es que este dualismo se ha agravado durante el período de las reformas de liberalización de México. La investigación que realizó uno de nosotros (Levy) demuestra que las empresas informales han absorbido una proporción creciente de los recursos de la economía. El crecimiento acumulado del empleo entre 1998 y 2013 en el sector informal fue de un gigantesco 115%, comparado con el 6% en la economía formal. Para el capital, el crecimiento acumulado fue del 134% en el sector informal y del 9% en el sector formal.
A México no parece faltarle dinamismo económico. Una cantidad considerable de nuevas empresas son la fuente principal de crecimiento del empleo. Pero este movimiento no parece ser del tipo que mejorar la productividad general.
La evidencia demuestra que muchas empresas de baja productividad sobreviven, mientras que firmas de alta productividad mueren. La heterogeneidad productiva, y la asignación inapropiada que conlleva, han venido aumentando en el comercio, los servicios y la industria por igual. En consecuencia, la productividad general de la economía se ha estancado o está declinado.
No resulta del todo claro por qué el cambio estructural ha reducido, de manera negativa, el crecimiento. Una explicación posible es el sistema paralelo de seguro social de México. Las empresas y los trabajadores en el sector formal deben pagar por su seguro médico, sus jubilaciones y otros beneficios para empleados. Pero, como los trabajadores menosprecian estos beneficios, el resultado es un impuesto neto al empleo formal.
Por el contrario, cuando las empresas y los trabajadores son informales, los trabajadores reciben un conjunto similar de beneficios de salud y jubilación gratis. El resultado es que el empleo formal está involuntariamente penalizado, mientras que el empleo informal está subsidiado.
Otra posibilidad, que puede acompañar la primera, es que la rápida apertura de México a las importaciones ha bifurcado su economía entre una cantidad relativamente pequeña de empresas tecnológicamente avanzadas y globalmente competitivas, y un segmento creciente de empresas, particularmente en el sector de servicios y de comercio minorista, que se desempeñan como la fuente residual de empleo. A falta de políticas de desarrollo productivas del tipo utilizadas en el este de Asia, las empresas modernas tal vez no hayan podido expandirse lo suficientemente rápido. Los beneficiarios de la globalización son, por lo general, aquellos países que la complementaron con una estrategia destinada a promover nuevas actividades, políticas que favorecieron a la economía real por sobre las finanzas y reformas secuenciales que hicieron hincapié en el empleo de alta productividad.
Sea cual fuere la historia correcta, parece evidente que el problema de crecimiento de México no es consecuencia de la inestabilidad macroeconómica, la ausencia de competencia extranjera o la falta de capital humano. En verdad, los retornos de la inversión en educación han venido cayendo en parte porque la oferta de trabajadores capacitados ha superado la demanda, ya que la mayoría de las empresas informales no los requieren.
Al final de cuentas, los efectos de las reformas pensadas en la eficiencia han sido compensados por factores -políticas de seguro social e imperfecciones del mercado- que canalizan sistemáticamente demasiados recursos a las empresas informales y crean obstáculos para las empresas formales. Dada la retórica incendiaria del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, la discusión en México entendiblemente gira alrededor de la renegociación del TLCAN. Pero si los responsables de las políticas no quieren fracasar en el intento, después de concluido este proceso, deben virar su atención a los factores estructurales que están deprimiendo el crecimiento de México.
Hay dos lecciones importantes aquí para otros países en desarrollo. Primero, durante demasiado tiempo estas economías han estado obsesionadas con la apertura al comercio internacional, con atraer inversión extranjera directa, con liberalizar los precios y con lograr una estabilización macroeconómica. Estas reformas funcionan, normalmente en conjunto con otras, cuando promueven una transformación estructural que mejore la productividad. Cuando no es así, o cuando otras políticas las contrarrestan negativamente, los resultados serán desalentadores.
La segunda lección es que los países tienen que prestar mucha atención a cómo las políticas de seguro social afectan el comportamiento de las empresas y los trabajadores. Dejando de lado las buenas intenciones, el resultado puede ser que el segmento de baja productividad de la economía esté subsidiado, mientras que el segmento de alta productividad pague impuestos.
México ha demostrado que las estrategias de crecimiento exitosas no se pueden edificar en base a modelos preconcebidos. Más bien, requieren de reformas bien orientadas y específicas para cada país que eliminen los obstáculos reales para la expansión de los sectores modernos, y políticas sociales que sean compatibles con la transformación estructural.