Los costos de una visión de país pendiente
¿Tenemos la foto del país que queremos? Cuando no apreciamos un norte bien visible y definido, las alternativas de los caminos que podemos transitar hacia ese objetivo amorfo nos desorientan y retrasan el andar. La abstracción de un destino desconocido, en un escenario muy distinto al de unas ansiadas vacaciones, bien podría desmotivar la organización del viaje mismo. ¿Cómo queremos ver nuestro país en 30 o 50 años? ¿Cómo quisieron verlo quienes se hicieron esta pregunta en la década de los 90 y qué pensarían si viesen la foto hoy? ¿Cómo calculamos entre lo avanzado y el saldo de obra si esta última ni siquiera se conoce bien? La realidad es que la ausencia de una visión de país nos engruesa cada vez más la factura de los costos (en términos de tiempo, recursos y otros) que son incurridos diariamente por los frentes público y privado para aportar al desarrollo social, económico, productivo y cultural del país.
Muy independientemente de la situación actual de grave crisis sanitaria, económica y social producto de la propagación del Covid-19 en el mundo, tengo la impresión de que, en el Perú, hace mucho tiempo venimos trabajando (con buenas intenciones, pero con amplios márgenes de error) en las herramientas que involucran el cómo, pero sin darle contenido específico al qué queremos lograr y hacia dónde nos dirigimos como país. El enfoque, por más que se intente y difunda lo contrario, tiende a ser cortoplacista y bombero. No podemos obviar el desgaste sostenido y altísimo costo social generados por esa corrupción grosera, antipatriota y torpe, que nos socava el orgullo y flagela la motivación del camino por recorrer en ese sentido. Se avanza y gana, por un lado, pero se retrocede y pierde por otro. ¿Cuál es ese Perú que anhelamos, que merecemos? ¿Podemos ponerle cara y visualizarlo? No somos avezados, sino más bien ilusos e ineficientes, si queremos seguir avanzando (y, a veces, improvisando) hacia un norte indefinido, enfocándonos en la vasta gama de medios del cómo sin tener previamente claro el indispensable qué. Los puntos ciegos que enfrentamos a diario para maniobrar hábilmente este valioso y exclusivo vehículo que es el Perú, no solo se multiplican exponencialmente con el tiempo, sino que también se las ingenian para camuflarse ante los ojos de la opinión y gestión pública.
Veamos una cifra que puede asociarse al derrotero. Las ineficiencias del gasto público peruano nos cuestan alrededor del 2.5% del PBI, según estudios del BID. Hay intentos de modernizar y digitalizar el Estado, mejorar la alicaída calidad del gasto público en diferentes aristas, entre otros esfuerzos para crecer, pero si seguimos postergando la decisión de formular y alinear una visión de país, los costos de oportunidad continuarán disparándose y serán tan variados e inmensurables en el tiempo que no solo se nos complicará el logro de los resultados esperados, sino que buena parte de los costos invertidos en el pasado para sacar adelante el país podrían no ser recuperados. Nos cuesta también en la ausencia de esa correlación directa que debería existir entre aquellos esfuerzos operativos y el mayor bienestar general de la población.
Pero ¿de quién depende esa formulación del norte al que queremos apuntar como país? ¿Quiénes son los responsables de trabajar en él y marcar la pauta? El país que yo quiero no es quizás el que imaginas tú o el que anhela ella, entonces, ¿cómo nos sentamos a negociar este complejísimo y esencial contrato de gestión de país y nos ponemos de acuerdo en todos sus extremos? Los costos de esta negociación serían altísimos. Aquí es donde entra a tallar la solución a través de la figura de la representación política. Lo curioso es que parte del costo de un sistema democrático liberal es tener que lidiar con diferentes voces e ideologías. Pero es imperioso hacerlo y no seguir perdiendo tiempo que nadie nos devolverá. Sería ideal tener un documento íntegramente consensuado por todos los actores involucrados en esta tarea, pero nuestro sistema y la necesidad de reducir costos de transacción nos llevan a que sean las autoridades detrás de los tres poderes del Estado, de la mano con el sector privado, las organizaciones de la sociedad civil, la academia y otros, los indicados a trabajar en equipo, de manera articulada, estructurada y cohesionada, para darle forma y contenido a este destino común. Parte del desafío es que este consenso no solo esté alineado hacia el logro del objetivo, sino que trascienda y sea exigible a las sucesivas administraciones de turno. No bastan las políticas generales de gobierno aisladas ni los sistemas nacionales dispersos en diversas materias. Por el contrario, la indefinición del fin propuesto desalinea las herramientas de gestión, alentando más bien su incoherencia y la suma de efectos inconsistentes.
La puesta en marcha de este singular ejercicio de planificación y estructuración que se requiere para darle contenido a la visión de país pendiente implica una labor ardua, minuciosa, profesional y multidisciplinaria, sin la cual será difícil optimizar el camino. Además de demandar elevados niveles de especialización, conocimiento técnico, estrategia e innovación, el espectro de esta tarea atrasada es tan amplio, diversificado y desafiante, que podría llegar a asustarnos o hacer que defectos crónicos como la desidia, el conformismo o la dejadez, se adhieran a la inercia de una conducción estatal que, a veces, aparenta no tener timón ni puerto de arribo.
El ejercicio abarca materias tan diversas como caracterizar y visualizar el tipo de sistemas de educación, salud y transporte público que queremos, con sus componentes de infraestructura, equipamiento, operación y mantenimiento, así como los estándares de calidad de la prestación de los servicios públicos asociados a ellos, patrones de convivencia y paz social, seguridad ciudadana, sistemas de administración de justicia, representación política y pensiones, portafolio y gestión de proyectos de inversión para la dotación de infraestructura pública y privada para fines diversos, que incluyan pero no se limiten a la cobertura total de los servicios de provisión de agua potable y saneamiento, electricidad y telecomunicaciones, diversificación productiva, creación de espacios públicos para uso recreativo y deportivo, gestión del medio ambiente en todas sus variables, planeamiento y paisajismo urbano, composición y manejo de nuestra matriz energética, explotación de recursos naturales, gestión y aprovechamiento del patrimonio cultural, entre otros. En buena cuenta, los factores de la ecuación deben incluir todos aquellos aspectos que impactan y tienen trascendencia en la mejora de la calidad de vida y bienestar de la población, lo cual va mucho más allá de una simple identificación de brechas en infraestructura y servicios, y de las formas idóneas para cerrarlas progresivamente.
Uno de los medios regulares que usamos en este afán desestructurado por mejorar nuestra condición en todas las materias sujetas al ámbito de acción (y preocupación) de un Estado democrático de Derecho son las políticas públicas. Son viejas conocidas y, según las circunstancias, pueden convertirse en caballitos de batalla que se desgastan por falta de solidez, previsión, implementación, realismo, supervisión o, simplemente, por inútiles. Su diseño, formulación, ejecución y medición de resultados tienen como fin la solución de un problema público en un horizonte de tiempo determinado, pero, más allá de que cumplan o no con su objetivo, difícilmente podrían formar parte del engranaje integral, articulado y cohesionado, de las herramientas que son indispensables para alcanzar el norte que queremos si este no se conoce ni se ha puesto con todos sus colores sobre la gran mesa de la gestión pública. ¿Cómo nos vemos, dónde estamos y hacia dónde apuntamos?
Las políticas públicas nacionales y sectoriales suelen estar enmarcadas dentro del ámbito del Ejecutivo a través de las competencias de sus diferentes ministerios y así como la consecución de sus fines reclama a viva voz la transversalidad, también requiere la activa participación de los poderes Judicial y Legislativo para lograr su verdadera efectividad. De lo contrario, su impacto sería limitado o, incluso, inexistente. Por ejemplo, en materia de seguridad ciudadana, de nada sirve que el Ministerio del Interior, por un lado, fortalezca su trabajo de monitoreo y detección del crimen en campo si el Poder Judicial, por otro, revierte ese progreso con sus decisiones en gabinete como la liberación de delincuentes. O de qué sirve atacar los frentes de la informalidad comercial a nivel municipal si luego los jueces dictan medidas cautelares que premian la irresponsabilidad de los empresarios permitiendo sin mayor sustento la reapertura de sus locales comerciales clausurados; o si el Congreso aprueba leyes que, lejos de promover la formalidad en el ámbito comercial y laboral, incentivan la figura opuesta. Sobran los ejemplos de despropósitos y desarticulación en el comportamiento del aparato público.
Volviendo a la pregunta inicial, este proceso de revelado fotográfico de la visión de país es una emergencia médica. Si bien hay políticas nacionales y multisectoriales, planes de acción, comisiones de alto nivel en diversas materias, hojas de ruta, entre otras herramientas en el eje del cómo, estas se tamizan como desarticuladas e incoherentes si no responden a un propósito común definido. No nos desenfoquemos. Los medios para alcanzarlo tendrán que ser materia de ajustes, mejoras, replanteamientos y revaluaciones, adecuándose constantemente en el camino a los vientos de cambio que dirigen el quehacer global y local. Tomemos el frenazo de la pandemia como una oportunidad (aunque acogotada) para enfrentar el reto planteado y darle estructura y coherencia a esta necesidad. Antes de tratar de correr esa milla extra que tanto se necesita en el ámbito de la gestión pública, no solo hacen falta suculentos ingredientes de proactividad, destreza, liderazgo y agilidad, sino tener primero bien definidas la longitud, las características, pero, sobre todo, la meta de la maratón oficial a la que estamos convocados.