Perú, entre la crispación y la mediocridad
LIMA — Las noticias sobre los crispados primeros dos meses de gobierno del presidente del Perú, Pedro Castillo, podrían hacernos pensar que estamos viviendo un caso más de polarización ideológica entre izquierda y derecha en América Latina. Pero es una lectura limitada. Es más importante observar el peso de los errores y la ausencia de liderazgo de Castillo, un exlíder sindical de izquierda.
El futuro, por ahora, se ve más mediocre que radical. Es un costo demasiado alto para uno de los países más golpeados —sanitaria y económicamente— por la pandemia y que arrastra al menos media década de inestabilidad política.
El Perú vive en una profunda crisis política. Hemos tenido cinco presidentes en cinco años. Desde 2016, la historia política del Perú ha sido un incesante vaivén de inestabilidad. Y la elección presidencial de julio de este año sumó una mayor tensión a este escenario.
Así que el nuevo gobierno tenía la responsabilidad de responder a las expectativas de sus votantes y desactivar el clima de convulsión y desesperanza. Pero hasta ahora no hay señas de que Castillo —al margen de su ideología— sea quien pueda ayudarnos a cambiar este rumbo vertiginoso. Malas noticias para el Perú.
El gobierno de Castillo, ese que la derecha dura señalaba de tener un milimétrico proyecto para acabar con la democracia, parece no tener un plan a secas. Menos uno para darle estabilidad y dirección al país. No es una situación sorpresiva, pero preocupa de cara al futuro: el Perú requiere menos improvisación y más planificación para salir de la crisis y recuperarse.
Desde la campaña eran evidentes los retos que enfrentaría el gobierno. Castillo llegó al poder con poco más de 40.000 votos de ventaja sobre la derechista Keiko Fujimori tras un proceso en el que mostró carencias importantes: inexperiencia gubernamental, ausencia de cuadros técnicos en su entorno y rasgos de radicalismo en su propio discurso y en el del partido que lo llevó a la presidencia, el marxista-leninista Perú Libre.
Cuando se confirmó su ventaja electoral, Castillo lo sabía: tendría una fuerte oposición. Los grupos más extremos montaron una intensa campaña sobre un supuesto fraude electoral sin evidencia alguna. También lo presentaron como un riesgo inminente para la democracia. Por lo tanto, el nuevo presidente debía mostrar distancia suficiente de Perú Libre y su líder, el controversial Vladimir Cerrón. Necesitaba nombrar un gabinete que le permitiera compensar sus limitaciones, transmitir confianza y señales de que gobernaría con eficiencia.
Pero su primer gabinete quedó lejos de esta marca. De primer ministro nombró a Guido Bellido, un personaje cercano a Cerrón, quien ha hecho comentarios misóginos y declaraciones inaceptables sobre violencia política.
Castillo tampoco mejoró la comunicación, un tema que por ahora sobrelleva con su salida a plazas y eventos con organizaciones populares, pero que eventualmente tendrá que trabajar. Y así como ha habido aciertos al lanzar algunos mensajes de tranquilidad económica y de salud —con el proceso de vacunación en curso—, los cuestionamientos por nombramientos inadecuados le restan apoyos a su gobierno.
Este mal inicio, sin embargo, se ve compensado frente a la opinión pública por dos aspectos que le dan cierta estabilidad, aunque precaria, al gobierno. Primero, no hay que minimizar lo que representa Castillo para una parte de la ciudadanía. Es visto como un maestro rural y líder sindical que conoce las carencias de los más pobres y luchará por su bienestar. Estos símbolos son poderosos, y más en un país en el que la desigualdad aumentó durante la pandemia.
Castillo inició su mandato con una aprobación cercana al 40 por ciento. Y aún mantiene en buena medida esos índices de popularidad. Los números muestran una división regional y social entre quienes lo respaldan (regiones y clases bajas) y quienes lo rechazan (Lima y clases medias y altas). Aunque los apoyos no le dan una amplia legitimidad, tampoco son bajos.
Pero este oxígeno sostenido en la aprobación es insuficiente si no va acompañado de resultados y no se evitan nuevos escándalos.
El segundo aspecto que da cierta estabilidad al gobierno es el desprestigio del Congreso. Se puede criticar mucho al presidente, pero las turbulencias del Congreso —que ha sido uno de los protagonistas definitivos de la deriva política peruana— lo hacen impopular. La legitimidad parlamentaria dependerá de que pueda mostrar mejores decisiones que las que critica en el presidente.
La polarización parece haber disminuido un poco en las últimas semanas. El presidente tiene suficientes aliados en el Congreso para mantener a raya el fantasma de la vacancia presidencial que requiere dos tercios de los votos. El Congreso se divide, grosso modo, en tercios. Un tercio apoya al gobierno y otro se decanta por la oposición dura. Al centro, los grupos restantes tienen un perfil más pragmático. Ese tercio puede ser la clave de lo que necesita el país: un paso menos ideológico, más moderado y orientado a los resultados. Por ahora, esos legisladores le han dado una tregua al gobierno de Castillo, han apoyado su primer gabinete y tomado distancia de los vociferantes de derecha.
No hay que perder de vista, sin embargo, que esta coalición, pragmática y conformada por partidos que en el pasado han actuado contra el Ejecutivo, termina estando más cerca de la oposición que del gobierno. Un escándalo o una caída de popularidad abrupta, si se continúa con malos nombramientos o surge una situación que haga indefendible al entorno presidencial, nos llevaría otra vez al terreno de un juicio político de destitución. Es algo que no necesita el país.
Una solución es subirle el nivel de experiencia al gobierno. Debe mostrar que es posible diseñar una gestión de izquierda con funcionarios y políticos calificados y competentes.
Para el Congreso, el cambio pasa por mostrar que puede ser más certero y estable que el Ejecutivo. Es clave un balance entre fiscalización, rendición de cuentas, a la vez que se aleja de sus sectores más radicales y duros.
Es indispensable imponer un equilibrio de mejor nivel entre el gobierno de Castillo y el Congreso que beneficie al Perú y destierre la volatilidad política y también la mediocridad de nuestros políticos —de todos los bandos—, más preocupados por sus agendas que por el futuro del país.
Suena poco ambicioso, pero en la situación actual parece fantasía.
Original publicado en The New York Times.