Un nuevo contrato social en el agro peruano
Imagen: Gestión.
Las protestas de los últimos días han centrado la atención en la Ley de Promoción Agraria. El Congreso ha dado señales de que podría derogarla y el Ejecutivo ha indicado que promoverá derogar su componente laboral. Hay margen para mejorarla, y contribuir además a una formalización más extendida del agro, pero cualquier cambio debería tomar en cuenta las realidades y retos productivos del sector.
No se puede negar la importancia de la Ley para el boom del sector agroexportador. Nuestras agroexportaciones han pasado de USD 650 millones (2000) a más de USD 7.000 millones (2019). Y el aumento del empleo formal es de centenares de miles de empleos urbanos.
La Ley no fue lo único que desencadenó el boom. Se potenció en conjunción con otras políticas públicas. Por ejemplo, los grandes proyectos de irrigación, la creación y fortalecimiento del Senasa y los múltiples TLC, que permiten ingresar con arancel cero a países donde hemos logrado acuerdos fitosanitarios.
El componente más relevante de la Ley ha sido el laboral, que permite la contratación temporal (y formal). Ello es importante dado que la cosecha está calibrada para coincidir con los precios más altos de contraestación en el hemisferio norte. Por ejemplo, una empresa mediana exportadora de arándanos puede tener 100 trabajadores permanentes todo el año, pero necesitará contratar 900 más en el pico de octubre. Hasta la versión previa de la Ley, los derechos laborales eran menores que con el régimen general, pero ello se ha corregido en la vigente (aprobada en diciembre de 2019).
El componente impositivo de la Ley ––el más relevante, el impuesto a la renta del 15%–– ha sido menos determinante del boom. Pudo tener sentido al comienzo, pero, 20 años después de promulgada la ley inicial, es muy difícil justificar mantenerlo por 10 años más.
Derogar la Ley (o su componente laboral) no resolverá algunos de los justos reclamos presentados. Ciertamente, no resolverá el problema de los services, que es un tema de supervisión y fiscalización de Sunafil.
Pero derogarla tendrá efectos negativos fáciles de anticipar. Las grandes empresas acelerarán su proceso de internacionalización ––a Colombia, por ejemplo––. También de automatización, para remplazar trabajadores con máquinas, particularmente en las plantas de packing, donde los desarrollos tecnológicos están mucho más avanzados que para el campo. La automatización sería una pésima noticia. Una de las mayores virtudes de nuestra agroexportación es que es altamente intensiva en mano de obra: en promedio, 40 veces más intensiva por hectárea que la soya en Brasil o Argentina. Las empresas también empezarán a contratar a plazo fijo usando el régimen general.
La mejor solución para los trabajadores del agro no puede ser pasarlos al régimen general. Van a seguir empleados de manera temporal, con contratos precarizados, y recibirán menos dinero en efectivo, que, como todos sabemos, es algo que privilegian. Muy posiblemente estarían mejor manteniéndose en un régimen especial que mejore algunos parámetros y condiciones laborales pero que mantenga la posibilidad de contratación temporal para responder a la estacionalidad. Y, por supuesto, con una mayor fiscalización.
Si pensamos de manera integral, otros ajustes son deseables. El gran problema de la agroexportación peruana es el alto porcentaje de pequeños parceleros que no participan de ella. Ellos ––típicamente herederos de la fragmentación de las cooperativas de la reforma agraria–– están, en su mayoría, en cultivos de subsistencia. El gran reto es integrarlos a cadenas agroalimentarias modernas.
Una barrera para ello es que los cultivos modernos requieren inversiones iniciales ––para acceso a riego tecnificado, para reconversión de cultivos, para lograr certificaciones, etc.–– demasiado costosas para un pequeño productor; y, además, no hay financiamiento.
Se requiere política pública para sacarlos de esta trampa de pobreza. Una posibilidad es crear un fondo financiado por un aumento progresivo del impuesto a la renta del 15% de la ley actual.
Este fondo debería usarse sobre todo para subsidiar en parte la instalación de riego tecnificado, que permitiría elevar sustancialmente los niveles de rendimiento, reducir los costos y limitar el uso del agua (con obvios beneficios ambientales). Podría ser transformacional, al permitir la reconversión productiva y la formalización efectiva de un gran porcentaje de pequeños parceleros en todo el país.
La herramienta debe diseñarse bien. Tener el dinero público no bastará. No debe darse a una sola MYPE rural sino a una asociación de MYPE, idealmente con una empresa tractora y en una cadena de valor. La participación de la tractora garantizaría un comprador y la asistencia técnica necesaria para lograr los rendimientos adecuados. Ya hay empresas tractoras que trabajan con pequeños productores y los ayudan a certificarse. Pero son pocas, y lo hacen solo con aquellos que cumplen con ciertas condiciones restrictivas. Este fondo se podría usar también para articular cadenas de valor, proveer asistencia técnica, otorgar garantías para financiar inversiones que fortalezcan cadenas de valor, financiar innovaciones que resuelvan desafíos productivos, etc.
Se ha hablado de otra reforma agraria. Una verdadera reforma en el agro requiere consolidar lo avanzado y resolver algunas de las asignaturas pendientes, entre ellas la inserción en la modernidad de la gran mayoría de pequeños parceleros y el desarrollo de ecosistemas productivos y de innovación alrededor de la actividad agraria. Para avanzar, necesitamos otra actitud. Necesitamos que los propulsores busquen cambios que beneficien realmente a los trabajadores del agro (algo que la derogación no logrará) y al país. Por ello es muy pertinente que los representantes de dichos trabajadores participen en la discusión. Necesitamos, también, que los agroexportadores trabajen más activamente no solo para generar más y mejor empleo sino para servir como tractoras que “jalen” a las MYPE rurales a la modernidad. Necesitamos un nuevo contrato social.