Una mejor globalización podría nacer de las cenizas de la hiperglobalización
Con el fin de la hiperglobalización post años ‘90, los escenarios para la economía mundial abarcan todo el espectro. En el mejor de los casos, lograr un mejor equilibrio entre las prerrogativas del Estado-nación y los requisitos de una economía abierta podría permitir una prosperidad inclusiva a nivel doméstico y paz y seguridad en el exterior.
CAMBRIDGE – Actualmente se reconoce comúnmente que la era de hiperglobalización post década de 1990 ha llegado a su fin. La pandemia de COVID-19 y la guerra de Rusia contra Ucrania han relegado a los mercados globales a un papel secundario y, en el mejor de los casos, de apoyo detrás de los objetivos nacionales – en particular, de la salud pública y la seguridad nacional. Pero todo el discurso sobre la desglobalización no debería cegarnos ante la posibilidad de que la crisis actual pueda, en efecto, producir una mejor globalización.
Siendo francos, la hiperglobalización había estado en retirada desde la crisis financiera mundial de 2007-08. La participación del comercio en el PIB mundial comenzó a disminuir después de 2007, cuando la relación exportaciones – PIB de China se desplomó en 16 puntos porcentuales. Las cadenas globales de valor dejaron de expandirse. Los flujos de capital internacional nunca se recuperaron a sus niveles anteriores a 2007. Y los políticos populistas abiertamente hostiles a la globalización se volvieron mucho más influyentes en las economías avanzadas.
La hiperglobalización se derrumbó bajo sus muchas contradicciones. Primero, hubo una tensión entre las ganancias de la especialización y las ganancias de la diversificación productiva. El principio de la ventaja comparativa sostenía que los países debían especializarse en lo que producían bien en ese momento. Pero una larga línea de pensamiento desarrollista sugería que los gobiernos deberían impulsar a las economías nacionales a producir lo mismo que los países más ricos. El resultado fue el conflicto entre las políticas intervencionistas de las economías más exitosas, en particular China, y los principios “liberales” consagrados en el sistema de comercio mundial.
En segundo lugar, la hiperglobalización exacerbó los problemas de distribución en muchas economías. El otro aspecto inevitable de las ganancias del comercio fue la redistribución de ingresos de los perdedores a los ganadores de este comercio. Y a medida que se profundizó la globalización, la redistribución de los perdedores a los ganadores creció cada vez más en comparación con las ganancias netas. Los economistas y tecnócratas que menospreciaron la lógica central de su disciplina terminaron socavando la confianza pública en ella.
En tercer lugar, la hiperglobalización socavó la responsabilidad de los funcionarios públicos ante sus electores. Los llamados a reescribir las reglas de la globalización fueron recibidos con la réplica de que la globalización era inmutable e irresistible – “el equivalente económico de una fuerza de la naturaleza, como el viento o el agua”, como dijo el presidente estadounidense Bill Clinton. A quienes cuestionaron el sistema imperante, el primer ministro del Reino Unido, Tony Blair, respondió que “también podrían debatir si el otoño debiera seguir al verano”.
En cuarto lugar, la lógica de suma cero de la seguridad nacional y la competencia geopolítica era la antítesis de la lógica de suma positiva de la cooperación económica internacional. Con el ascenso de China como rival geopolítico de Estados Unidos y la invasión rusa de Ucrania, la competencia estratégica se ha reafirmado por encima de la economía.
Con el colapso de la hiperglobalización, los escenarios para la economía mundial abarcan todo el espectro. El peor resultado, recordando la década de 1930, sería la retirada de los países (o grupos de países) hacia la autarquía. Una posibilidad menos mala, pero aún fea, es que la supremacía de la geopolítica signifique que las guerras comerciales y las sanciones económicas se conviertan en una característica permanente del comercio y las finanzas internacionales. El primer escenario parece poco probable – la economía mundial es más interdependiente que nunca y los costos económicos serían enormes -, pero ciertamente no podemos descartar el segundo.
Sin embargo, también es posible vislumbrar un buen escenario en el que logremos un mejor equilibrio entre las prerrogativas del Estado-nación y los requisitos de una economía abierta. Tal reequilibrio podría permitir la prosperidad inclusiva a nivel doméstico y la paz y la seguridad en el exterior.
El primer paso es que los hacedores de políticas reparen el daño causado a las economías y sociedades por la hiperglobalización, junto con otras políticas que priorizan el mercado (“market-first policies”). Esto requerirá revivir el espíritu de la era de Bretton Woods, cuando la economía mundial servía a los objetivos económicos y sociales nacionales (empleo pleno, prosperidad y equidad) y no al revés. Bajo la hiperglobalización, los políticos invirtieron esta lógica, con la economía global convirtiéndose en el fin y la sociedad doméstica en el medio. La integración internacional condujo entonces a la desintegración interna.
Algunos podrían preocuparse de que enfatizar los objetivos económicos y sociales domésticos socavaría la apertura económica. En realidad, la prosperidad compartida hace que las sociedades sean más seguras y con mayor inclinación a fomentar la apertura al mundo. Una lección clave de la teoría económica es que el comercio beneficia a un país en su conjunto, pero solo mientras se aborden las preocupaciones distributivas. Está en el interés de los países bien administrados y ordenados mantenerse abiertos. Esta es también la lección de la experiencia bajo el sistema de Bretton Woods, cuando el comercio y la inversión a largo plazo aumentaron significativamente.
Un segundo requisito previo importante para un buen escenario es que los países no conviertan una búsqueda legítima de seguridad nacional en agresión hacia otros. Rusia puede haber tenido preocupaciones razonables sobre la ampliación de la OTAN, pero su guerra en Ucrania es una respuesta completamente desproporcionada que probablemente dejará a Rusia menos segura y menos próspera en el largo plazo.
Para las grandes potencias, y EE. UU. en particular, esto significa reconocer la multipolaridad y abandonar la búsqueda de la supremacía global. Estados Unidos tiende a considerar el predominio estadounidense en los asuntos globales como el estado natural de las cosas. Desde este punto de vista, los avances económicos y tecnológicos de China son inherente y evidentemente una amenaza, y la relación bilateral se reduce a un juego de suma cero.
Dejando de lado la cuestión de si Estados Unidos puede o no evitar el ascenso relativo de China, esta mentalidad es tanto peligrosa como improductiva. Por un lado, exacerba el dilema de la seguridad: es probable que las políticas estadounidenses diseñadas para socavar a las empresas chinas como Huawei hagan que China se sienta amenazada y responda de una manera que valide los temores de Estados Unidos frente al expansionismo chino. Una perspectiva de suma cero también hace que sea más difícil cosechar los beneficios mutuos de la cooperación en áreas como el cambio climático y la salud pública mundial, reconociendo a la vez que necesariamente habrá competencia en muchos otros dominios.
En resumen, nuestro mundo futuro no tiene por qué ser uno en el que la geopolítica triunfe sobre todo lo demás y los países (o bloques regionales) minimicen sus interacciones económicas entre sí. Si ese escenario distópico se materializa, no será debido a fuerzas sistémicas fuera de nuestro control. Al igual que con la hiperglobalización, será porque tomamos las decisiones equivocadas.
Original publicado en Project Syndicate.